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Ilustración de CalaveraDiablo
original para este relato. |
El peso de la inapetencia
Por Rafael Lindem
Cuando llegué a la habitación de un pequeño edificio situado en el antiguo barrio de Lavapiés, uno de esos hogares sencillos, de teja árabe, y organizados alrededor de un patio angosto y húmedo, encontré dos cosas que no olvidaré nunca: el rostro decadente y abotargado de un viejo amigo de la universidad, al que no veía desde hacía más de diez años, y una situación para la que mi larga experiencia como médico no me había preparado aún.
Es cierto que el tono apremiante, casi desesperado, de la nota con la que fueron requeridos mis servicios no presagiaba nada bueno, y que durante el trayecto que separaba mi hogar de la penumbra miasmática que encontré entre aquellas paredes no dejé de prepararme para lo peor, pero todas mis suposiciones fueron insuficientes, banales, apenas una leve aproximación a la terrible realidad que allí me esperaba. Al instante, dejé de ser médico para convertirme en la viva imagen del aturdimiento y la ineficacia. ¿Podía ser aquello cierto? ¿Podía estar pasando? Hice un análisis exhaustivo del paciente: le ausculté el pecho, miré detenidamente el iris de sus ojos y exploré su garganta, tal vez con la esperanza de encontrar una causa natural a lo extraordinario. Pero nada, todo fue en vano. Su salud era perfecta, y sin embargo..., sin embargo... Oh, cómo deseé en ese momento encontrarme ante los estragos de la malaria, ante un enemigo tangible, capaz de alterar la razón y sumirla en la locura de la fiebre, capaz de transformar a un ser humano, a un viejo amigo, en la sombra postrada que tenía ante mí.